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Daniel

junio 5, 2012

Daniel

Trató de recordar por qué aquél niño había despertado su curiosidad, pero no podía. Parece que los recuerdos se oscurecen cuando te haces mayor y la memoria a corto plazo se reduce. No sabía si iba a ir bien para él, aunque Leo se temía que no. En cualquier caso y por las razones que fuesen, Leo sabía que tan pronto como vio al chico, de aspecto desgarbado y triste, quería saber quién era y qué estaba pasando por su cabeza.
A mediados de Septiembre hacía un calor sofocante en la ciudad, y aunque Leo hizo todo lo posible por escapar de ella, su médico no lo creía aconsejable. Tenía sed, mucha sed ¿Qué demonios había comido la noche anterior? Era ridículo no recordar algo tan simple, después de todo llevaba dos años y medio comiendo la misma bazofia. Era importante pautar las comidas y no romper la ordenada monotonía sobre la que tenía que edificar su nueva vida. Su visión del mundo se reducía significativamente. Ahora, su mundo consistía en una escrupulosa y metódica vida de costumbres: horarios, rutinas sencillas, juegos de habilidad mental, libros y las clases en el Instituto. Pocas veces se le veía hablando con la gente, incluso sus compañeros se habían transformado en gente. Aunque no le torturaba tener una escueta vida social a veces extrañaba las divertidas ocurrencias de Marta.
En estas especiales circunstancias, Leo vio por primera vez al chico que postulaba su existencia como un despliegue de artificios para que nadie reparase en él. Era evidente, al menos para Leo, que era gay. Más evidente, aún, era la insoportable tristeza que reflejaban sus enormes ojos negros. Durante unos largos minutos no se movió del lugar para observarle. Su condición sexual no era argumento suficiente para explicar la curiosidad que le embargaba. Mucho menos podía explicar la investigación que estaba a punto de empezar para descubrir su identidad.

Una mañana forzó un pretendido encuentro casual en el vestíbulo del edificio principal del Instituto. Cruzó unas pocas y superfluas palabras, y allí, justo en frente de las máquinas de café barato, trató de capturar el nombre inscrito en la placa que colgaba de su cuello. Siempre había sido muy bueno para percatarse de los pequeños detalles del entorno. No recordaba lo que hizo ayer, pero su memoria a corto plazo era excelente, qué terrible paradoja médica. Siempre había gozado de una memoria fotográfica. Y, a pesar de su nueva enfermedad, su memoria aún capturaba, a golpe de vista, todo que entraba en su campo de visión; luego elaboraba, de forma más sofisticada, un esquema completo del contexto o las personas observadas en levísimas fracciones de segundo.

Ya tenía su nombre, Daniel Bool, el chico desgarbado se llamaba Daniel Bool, pero eso no sería suficiente. Recordó las socorridas páginas amarillas, la base de datos del Instituto y Google. Miraría las páginas amarillas por la tarde al llegar a casa. El clip de la mañana en Google no le aportó demasiada información, al igual que la base de datos del Instituto. Daniel Bool, parecía haber surgido de la nada más absoluta.

Los días pasaban resbalando unos sobre otros y él seguía sentado sin hablar. Leo, por su parte, rebuscaba en cada sitio donde pudiera existir una posibilidad, pero en los días siguientes no encontró nada determinante. Siguió encontrándoselo con regularidad por los pasillos del Instituto, en el transporte público y en el pequeño supermercado de la calle Mixtime. No siempre cruzaban los mismos educados formulismos.
-Si te lo propones, lo conseguirás- se decía Leo. Aquellas medias tintas, empleadas hasta la fecha, no conseguirían, nunca, persuadirle de que su interés por él era un signo favorable. Tenía que lograr ganárselo para que hablara de su vida, de sus miedos, de su tristeza, de sus proyectos, en caso de que tuviera proyectos. No sería cosa fácil. Más complicado resultaría convencerle para que expresara, sin temor ni pudor, sus sentimientos y las dudas que parecían paralizar sus piernas y hacer mella hasta en su forma de caminar. Es comprensible que el chico especule sobre el altruismo de un viejo que comienza a chochear – Pensaba Leo-. Tendre que ser como un guante de seda, delicado y sutil. Actuar como un detective movido por un exacerbado celo profesional, un investigador excesivamente prudente y cauto, para así poder conectar con aquél chico atormentado y vulnerable.
Leo necesitaba encontrar algún lugar donde aislarse del todo y de todos. Recordó el parque Tangle, en el que los árboles eran tan espesos que ocultaban el sol, y se dirigió allí con paso cansino. Los viejos bancos se alineaban frente al templete destinado a los músicos, hacía mucho que ya nadie tocaba allí. Las hojas secas se balanceaban justo antes de caer al suelo formando un enorme tapete de increíbles dorados. Permaneció un rato sentado en uno de los bancos hasta que en el cielo se presagiaba, por llegar, un viento gélido; que en realidad, aún siendo ligero le ponía muy nervioso. Pensándolo bien, su casa era el lugar más adecuado para aislarse del mundo, aunque no pudiera ignorar los recuerdos que le acechaban por todas partes, desde todas las estancias.
Eran las diez de la noche, en su mente retumbaba el acompasado aleteo del tiempo que volaba acercándole al temido final de una enfermedad absurda y cruel. Quizá no solo se hallaba reconcentrada en el rincón más oculto de su cuerpo: el cerebro, también en el corazón que se empeñaba en golpear con fuerza su pecho resonando en su cabeza como un viejo martillo sobre un yunque aún más viejo. Se concentró en esas partes dañadas de su mente y entró en una especie de soporífero y enervante estado; era como haber sucumbido a una flojera estival que hacía que todo el cuerpo se hiciera pesado y lento. Sus sentidos languidecían y se dejó caer sobre el butacón verde oscuro del salón con la frente hundida entre las manos.
No tenía apetito, aunque sabía que la mesa de la cocina estaría, escrupulosamente, dispuesta. Era viernes, por tanto Marie, la criada, habría dejado en la vieja bandeja militar, de metal compartimentado, pollo asado, puré de patatas, una loncha de queso fresco y una manzana, también asada. Marie sabía lo mucho que Leo odiaba el puré de patatas de sobre; aunque a veces Leo dudaba de que Marie tuviera conciencia de lo que él quería u odiaba, de lo que le convenía comer o no comer, de lo que le convenía hacer, ni de lo que, con toda seguridad, haría él con el puré. Terminaría, como todos los viernes, en la basura.
Leo entró en el despacho, estaba de muy mal humor, impulsado por la rabia y el asco. Tras varias horas de búsqueda no sabía cómo había terminado encontrando el blog de Daniel. Un golpe de suerte, aunque a él le pareció un azaroso milagro. Su vida, sus pensamientos y experiencias expuestos al mundo con toda la crudeza y dolor que cabía esperar de un niño de 14 años.
Le parecía increíble poder observar, como un agazapado voyeur, la profundidad del alma del chiquillo: un ser atormentado y atenazado por la desesperación y la desconfianza. Había rebeldía y resignación, a partes iguales, en aquellos escritos. Una resignación mucho más lacerante y letal que la sobrevenida ante una enfermedad como la suya. Era una resignación inhumana la que poblaba cada infinitesimal partícula neuronal de Daniel. Leo dio un alarido antes de trastabillar con la alfombra, era un alarido de furia que parecía surgir del propio y desconocido averno interior.
Leo sentía que acabaran de darle una estocada mortal en el estómago en un duelo sin sentido. No había llorado el día que el doctor, con cara circunspecta, le dio el maldito diagnóstico. En cambio, ahora las lágrimas empapaban sus mejillas. Tenía la espalda húmeda. Un sudor frío goteaba desde su cuello hasta sus caderas y su rostro había adquirido el color grisáceo de la ceniza requemada. Parecía un espectro moribundo con los ojos desencajados y la boca contorsionada. No podía imaginar el íntimo drama de Daniel. Ahora lo sabía casi todo. -¡Pobre Daniel! – Llegó a mascullar entre sollozos-

Sucede que, algunas veces antes de hablar con alguien, antes de que realmente te acerques a alguien el aire se torna denso y se puede cortar con la hoja de un cuchillo. Luego la densidad transmuta y se vuelve ligereza. El ambiente se va distendiendo y comienza un parloteo superfluo, semejante al gorgojeo de los gorriones entre los árboles a la caída de la tarde.
Poco a poco, algún tiempo antes de que sus conversaciones se volvieran regulares y sinceras, justo antes del primer abrazo fraternal y afectuoso, surgió un nubarrón que amenazó con deshacer todo lo conseguido. Leo se quedó aturdido ante los gritos de Daniel; lanzaba improperios que nunca antes había escuchado de su boca. Por unos momentos sintió que su mente se bloqueaba asaltada por negros presentimientos. Entonces pensó que había fracasado, que nada más podía hacer por alguien que no se dejaba, ni dejaría, ayudar. Un instante después, y movido por un secreto resorte, le sujetó fuertemente por los hombros. Aún forcejeaba como un animal atrapado. Se bamboleaba con inestable furia, como un barco sin remo ni timón ante la tormenta perfecta. Fue entonces cuando una palabra adecuada vino a socorrer a Leo, una palabra que cortó de cuajo las cabezas de aquellas bestias fantasmagóricas y sin conciencia que mortificaban a Daniel: Vamos, vamos, Daniel, mi niño, debes ser paciente, muy paciente. Un espacio en blanco se dibujó en la mente del chico. Daniel se sustrajo a sus forcejeos y a las palabras malsonantes e intempestivas, que había dicho escasos segundos atrás, no por pudor ante el espectáculo bochornoso, o por miedo a réplicas mordaces de Leo. Simplemente había decidido hablar sin edulcorar nada. Pasó la mano por su espeso cabello y le invadió una oleada de tristeza.
¿Cómo decirlo? ¿Por dónde comenzar? Es algo monstruoso, repugnante y horrible – dijo Daniel.- De pronto se derrumbó. Las lágrimas afloraron, y de su garganta escapó un largísimo suspiro.
No tengas miedo, mi niño, tómate el tiempo que necesites. Dijo Leo que escrutaba su cara tratando, al tiempo, de templar sus propias emociones y no dejar traslucir como se le desgarraba el alma. No podía entender como un chiquillo de su edad podía ser tan viejo. Comprendió que Daniel alcanzó hacía tiempo la edad de las grandes preocupaciones, aunque quizás aún estuviese a tiempo de recuperar una parte de la inocencia perdida.
Daniel comenzó a hablar entrecortadamente. Cuando mi vida se transformó en un no vivir me convertí en un ser invisible, en un espectro. No fui capaz de encontrar nada que me devolviera a la vida, nada que me hiciera olvidar el infierno en que se había transformado mi casa. Nada que me ofreciera un leve respiro. Nada que me liberara. La única alternativa que me quedaba era el suicidio. Cuando no tienes valor para hacerlo, si el miedo te paraliza y sobrecoge, no te queda nada, ningún sitio a dónde ir.
Me sentí enzarzado por los argumentos de Daniel, que también habían sido los míos últimamente. Yo tampoco podía hacerlo. Es más conocía a muchos hombres que ni siquiera se atreverían a confesar esto. Hombres que ante el miedo al dolor o a la vacuidad de sus vidas callarían; se limitarían a suspirar, a empaparse en alcohol o a compartir el lecho con una mujer promiscua o prostituta. Sería, un pequeño incidente en sus ordinarias vidas del que nunca habrían hablado con nadie, aunque todos lo conocieran; y del que cada tanto seguiría oyendo murmurar a la gente. Después de todo estas eran las causas por las cuales cada vez nos respetamos menos y menos, y sentíamos más y más rencor. Este era el tipo de causa por la que nos preguntamos por qué lo soportamos sin quejarnos. La misma causa por la que soportamos tantas y tantas cosas. La misma causa por la que sacrificamos tantas y tantas cosas: cobardía. Luego con la edad llegaría un día en que clavaríamos nuestra mirada en blanco en un espejo, sabiendo, que si aquél reflejo nos preguntara qué habíamos hecho con nuestras vidas no sabríamos qué respuesta, que no nos dejara en evidencia, le daríamos. Comprenderíamos que estaríamos dispuestos a pagar cualquier cosa por volver a sentir un verdadero deseo; aunque fuese imposible determinar la importancia o naturaleza de ese deseo cuando ya ni siquiera te identificas con el tipo del espejo. Al final decides encaminarte a cualquier sitio que realmente puedas considerar tuyo y no hacer nada; lo último que quieres es hacer algo. Y te identificas pero no te identificas con el hombre que quiere terminar con una bala en la sien.

¡Daniel, tu tienes tantas posibilidades!, eres un chico inteligente y bueno. El dinero no lo es todo. El dinero representa más oportunidades, pone las cosas más fáciles pero no significa que esas cosas no sucedan sin él. Poseer inteligencia, no es mucho hoy en día, es verdad, pero es mucho más de lo que tienen la mayoría de chicos de tu edad. No eres un cobarde. Al final sabrás que has hecho lo correcto, entonces descubrirás que puedes volver a conciliar el sueño y tener sueños. Sigue las instrucciones de tu conciencia y todo se reducirá a una cuestión sencilla: dar los pasos necesarios. Podrás contar con toda la ayuda que pueda ofrecerte un viejo que se está volviendo loco. Esta vez Leo no sintió vergüenza al decirlo en voz alta, aunque sonaba ridículo dicho así, en voz alta.
Uno puede acostumbrarse a casi todo, Daniel, pero tú no puedes acostumbrarte a una enfermedad inexistente. Ser homosexual no es una enfermedad. Tu padre es una nulidad como científico y un ser despreciable como hombre. -Siempre fue así, siempre sacaba las peores conclusiones sobre mí y no entiendo por qué.- dijo Daniel- Cada uno cree que sus argumentos son más válidos que los del otro, Daniel. Tu padre ha entrado en una espiral que ha terminado por corromperle. Un investigador, un psiquiatra que no puede sostener ante otros científicos sus conclusiones es un farsante. Por ahí se dice que tanto el profesor Bling como él se sientan ignorándose mutuamente, sin querer asumir responsabilidades extras. Es puro fanatismo y obcecación. Soberbia, obstinación, furia y falseamiento de resultados. Te ha usado como cobaya. No sé si eso es tan malo como parece a simple vista. Si hubiese sido cariñoso contigo sería más tolerable porque sus ideas no importarían tanto Él sería un científico loco pero un buen padre que ama, a su manera, a su hijo y que se esfuerza por comprenderle. Sus ideas sólo serían una pésima elección, y tú, seguramente, nunca dirías nada de esto.
Daniel está demasiado absorto en sí mismo. Aunque su cara revela otra clase de desesperación más profunda. Su gesto pensativo se pierde en la propia neblina de su infierno. ¿Cómo es posible que la búsqueda de la gloria nos corrompa tanto?, ¿ Cómo algo que no podemos tocar, ni ver, ni definir con seguridad, puede hacer tanto daño y volver tan miserable a la gente, incluso a tu propio padre? ¿Cómo se puede volver alguien tan abyecto y falto de piedad? – Preguntaba, en batería, Daniel –
– ¿Sabes, Leo? Nadie supo nunca a qué se dedicaba mi padre en realidad. Esa era la razón de por qué se volvía más y más fascinante para los vecinos. Para mi es un completo extraño. Ya no vale la pena conocerle. Cuando regrese esta noche a casa le estaré esperando en su despacho, lo que le hará enfurecerse, y se quejará a voz en grito. Pero ya no me sentiré aterrorizado. Oiré a mi madre bufar, imperceptiblemente, al otro lado de la puerta. Pero ya no me sentiré como quien va a presenciar su propia ejecución. Será alivio lo que sienta. No me importará lo que tenga que decir, tal vez me increpe, tal vez me golpee, tal vez se eche a reír totalmente incrédulo pensando que le estoy gastando una estúpida broma pesada, tal vez sea incapaz de tolerar la rebelión. De igual modo, abandonaré la estancia en silencio y sin mirar atrás, sabiendo que no hay ningún horizonte más cierto y cercano que el de una casa de acogida. Mientras me alejo sabré que me ha seguido con la vista con los ojos desencajados y estará maldiciendo su suerte, su fracaso al haber concebido un hijo de anormal sexualidad , de sexualidad contra natura. Siempre recordaré su primer informe de evaluación. Aquél primer informe fue el único que mi padre me mostró para hacerme saber que me obligaría a cambiar con ayuda psicológica y farmacológica. Para hacerme saber que tenía que creer en mi propia virilidad. Después de eso me acostumbré a vivir sin autoestima, me acostumbré a la ocultación de mi sexualidad, a poner barreras ante los demás, me acostumbré al maltrato. A pesar de todo, tal vez guarde algún noble sentimiento hacia ese hombre para el que yo no era más que una simple posesión, un simple objeto de estudio, una muestra de estudio.
Tengo suerte de contar contigo, Leo. – Yo quiero ayudarte- murmuró Leo. Permanecieron largo tiempo callados, podrían haberse quedado así para siempre; absorbiendo la sensación de tranquilidad, de seguridad, de comodidad, de serenidad que de sus rotos seres emanaban.
-Haré una llamada corta, Daniel. Luego nos acercaremos hasta los juzgados de guardia. -Sí, sí por supuesto. –alcanzó a decir- Leo buscó su mirada. Simplemente sonrió un tanto paralizado.
– ¿Estas bien? Preguntó Leo y Daniel asintió con un leve gesto
– Tenía muchas ganas de hacer que las cosas fueran mejores para Daniel.
¿Y qué hay de lo que tú ya sabes? – Daniel parecía preocupado al preguntar a Leo.
¿Qué? ¿A qué te refieres, Daniel? –
-A tu enfermedad, Leo. Leo le miró y le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.
– Con algo de suerte no progresará demasiado rápido, al menos al principio. Lo siento, es un poco básico, pero es todo lo que me han dicho por ahora. A esta edad los días no pasan muy rápido, no es nada extraño que la enfermedad siga la misma pauta.
– Ya ves, ¿Sabes una cosa? sospecho que…- Dijo Leo rápidamente, lanzándole una mirada de cierta culpabilidad y dándose cuenta, con alivio, de que él sonreía sin parecer preocupado.
-Entonces iré a verte todos los días. Lo haré.
– Gracias, Daniel-
– Ese es mi derecho- Murmuró Daniel.
-No puedo estar más de acuerdo- Contestó Leo -¿ Por qué evitamos decir la verdad, Leo? No esperó la respuesta de Leo y continuó.
¿Por qué tan sólo insinuamos la verdad? ¿Por qué fingimos? ¿Por qué esperamos que otros descubran la verdad? ¿Por qué les damos pistas? ¿Por qué necesitamos poner a prueba la verdad una y otra vez?
-Estoy asombrado, Daniel, eres mejor persona que yo y más listo- Daniel le dio a Leo una palmadita en el hombro y negó con la cabeza.
-Lo siento mucho, Daniel-
-¿ Por qué? –
– Por no comprender por lo que estabas pasando-
-Me has salvado la vida, Leo-
-Vas a ser un gran hombre, Daniel. Ya eres un pequeño gran hombre-.
Tienes razón, Leo- Ambos se echaron a reír. Estaban diciendo en voz alta lo que deseaban que, en ese instante, fuese la única verdad.

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10 comentarios
  1. MushroomMaster permalink

    You touch my soul… every time i read you =)

    Namaste.

    • You’re expressing to me what’s in your soul, Namaste… You have to smile why you’re touching my soul

      Bsos ^O^

  2. borgeano permalink

    Sin duda, un relato que bien puede ser la biografía de muchos chicos. Y una muestra de cómo se puede luchar, incluso, a través de la ficción.
    Felicitaciones Lai.

  3. Como dos relojes que marcan horas distintas con la misma manecilla. Y que siempre miran lo mismo, pero que comprenden diferente.

    PD: ¿Autoayuda? Dicen que ese es un mercado fulgurante.

    • Nope…Detesto ese tipo de literatura, si así puede denominarse. Y aunque soy como Marco Stanley Fogg ( El palacio de la luna) que leo casi todo lo que me echen ( como referente de lo bueno tienes que leer lo malo), olvido fácilmente lo que no tiene valor para mí.
      Si te lo preguntas, detesto a Bucay
      Bsos GF

  4. Gracias por pasarte por mi rincón infernal. Te deseo un feliz viaje!! Esta historia me gustó mucho.

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